Detrás de una de esas derrotas en las que se echa de menos el rubí del fútbol, es decir, la actitud, se esconde una camiseta más pulcra que la casa de mi abuela. Ahora bien, detrás de victorias como la del martes, en la que precisamente sobra rubí y se corre incluso con pantalones de pana mojados, la camiseta ni siquiera se molesta en esconderse y muestra a todo el mundo como ha bajado al barro para teñirse de verde militar tras -haciendo gala a ese tono verdoso en concreto- pelear y luchar por su ejército.
Hay aficionados que se enorgullecen de una forma de jugar y el simple movimiento del balón en distancias cortas, de bota a bota y tiro porque me toca, erige sus botoncillos eréctiles que sobresalen de sus pechos. Ahora bien, en mi caso, lo que verdadera y únicamente erige mis sentimientos y emociones, es ganar. Y he de reconocer que últimamente mi equipo, cabezota y testarudo como nadie, está obcecado en erigirme, tocar techo y mirar, cada día que pasa, un poquito más arriba del olimpo en el que ya se encuentra. Un olimpo desde el que comienzo a entender como tantos y tantos predicadores con ojitos de cordero degollado siguen empeñados en evangelizar que lo más importante del deporte no es ganar, sino participar.